Tiempo de sequía
Por: Manuel Mejía Vallejo
—Ni agua siquiera.
La voz suena a polvo de largo verano, a sed antigua. El sudor estampa el corpiño contra los senos.
—Cuánta espera, Sebastián, ¡y ni pa una taza de café! Descarga la tinaja después de sacudirla ante su invisible interlocutor, y echa a lo alto su mirada en súplica violenta. El reverberar del aire chamusca los ojos. Ni nubes para atajar el sol, ni brisa para airear los árboles que estiran sus ramazones en llamarada.
—No sirve pa beber —dice la mujer, sentándose sobre un tablón rajado. Hunde un trapo en el fondo de la vasija, lo escurre y lo adhiere al rostro. Más parecen sudor tres gotas al resbalar por la piel brillante, distendida de pómulo a pómulo para dar clima de verano a su figura.
—¡Hace rabiar este calor! —exclama restregando su cuello con el trapo antes de hundirlo entre la blusa para refrescarse los senos.
Agua piden los cauces abandonados por donde corre la sed. Agua piden las grietas de los barrancos erosivos. Agua piden las vasijas de barro ladeadas en el suelo.
¡Agua!
Enjugándose el sudor y cojeando desastrosamente aparece el marido, en las manos un rollo de gasa y un frasco de yodo, seguido de su perro. Se tira en una hamaca que cuelga de pilar a pilar, y con aire desolado ventila el pie herido mientras la voz se asfixia con el chirriar de los cordeles:
—Tres horas pistiando en la boca del monte. Ni ardillas, ni conejos, ni pavas. ¡Esto se acabó!
Desmenuza media hoja de tabaco y la introduce en su pipa de guadua. Al acercar un fósforo el humo riega su disonante tranquilidad en el rescoldo de la tarde. Abarcan sus ojos el paisaje inmóvil, y al hablar, algo en él empieza a morir:
—A veces me pregunto si es verdá tanta miseria. Juro que si otro me contara esto que nos pasa, no lo creería.
Rocía con yodo el pie, frunce los músculos faciales en gesto ácido, y su pregunta más parece efecto natural del ardor en la herida:
—Diga, Carmela, ¿vivir será obligación?
Dentro, el llanto de un niño hace forzar un silencio equivalente a la inviolable respuesta.
Arroja ella el trapo sobre la tabla y va a tomar al niño en brazos. De regreso se sienta a la sombra del alero.
—También tiene hambre —comenta el otro dando rabiosa fumada a la pipa. La mujer descubre un seno y arrima al hijo. Cesa el llanto por segundos, pero se repite furiosamente. Cambia de posición al niño y saca el otro seno. Sebastián aguarda con expectación dolorosa, y cuando escucha llorar de nuevo se incorpora para cojear sobre el piso de tierra. Ella ensancha los ojos, con una calma aterradora.
—No tengo leche, Sebastián…
Sus palabras se pegan en la lengua gelatinosa. Él vuelve a sentarse, cansado ya el pie enfermo, pero se yergue y sale al patio de sol para otear desde el tranquero cerros y cuestas que se introducen a candeladas en el firmamento. Echa sus ojos al agrio azul y de su boca entreabierta salen, combustibles, las palabras:
—No asoman. ¡Nubes, nubes!
La resolana quema sus ojos congestionados de atisbar a lo alto. Baja la cabeza, y al hacerla girar con gesto embrutecido aparecen dos tinajas ladeadas en el suelo, cortezas enroscadas de la leña, tierra descascarada al mudar pellejo. Hojas y cogollos retorcidos en tirabuzón. Abajo, los costillares de algún animal que se secó por dentro; alguna calavera de res, uno de sus cuernos clavado en el polvo, otro señalando con índice férreamente curvo al sol. Y contra un pilar el desdoblamiento de Carmela y su hijo. Entonces avienta el rostro hacia arriba, crispadas en lámpara las manos, e increpa a todo pulmón:
—¡Aaaaguaaaa!
Ante el grito la mujer no cambia el rumbo de la mirada ni la hermética posición de su cuerpo. Ya el nombre de Dios se le quema en la súplica. Sólo dice, para callar una blasfemia:
—Es tiempo de irnos. Todos se han ido, Sebastián…
—Pronto lloverá, mujer —responde anulado regresando a su hamaca. Desde hace días expresa lo mismo en tono de plegaria—: Pronto lloverá, salvaremos las matas del sembrao… —Pero los días ardieron más largos, rayados de monte a monte por un sol rojo candela, hasta que el éxodo dejó abiertas e inmóviles las puertas de los ranchos. La sequía avanza, ya no quedan tubérculos en los papales ni raíces al yucal, ni espigas al maíz. Sin embargo quiere furiosamente a su tierra. Quiere a su mujer. Quiere al hijo. Quiere al perro. Así ordena la intensidad de sus afectos, lo que lo aferra a vivir contra la voluntad del medio. Cuando se mimetiza entre aquellos árboles familiares cree retoñar, echar capullos, hojas, frutos, y mece los brazos a manera de ramas al pensar que un pájaro se posa encima.
En cierta ocasión, de pequeño, quiso alcanzar una papaya madura, pero ante la inutilidad del esfuerzo sintió ira y con un garrote azotó al árbol. De pronto, en mitad de nuevo impulso, detuvo en el aire su garrote al ver que la savia resbalaba por la corteza como por una vieja mejilla, y abrazó el árbol en actitud de arrepentimiento. Desde eso amó aquel tronco manso ante sus golpes, amó el bosque todo, inclusive los gajos que no tenían fruto para su madurez.
Le parece ridículo el recuerdo, aunque fue otra causa del apego a esa tierra, prolongación de sus ambiciones, de sus músculos, de su vida vegetalizada, y para no abandonarla encontraba disculpa. Sirvió primero el estado de Carmela:
—¿Cómo podríamos andar si te faltan pocos días pa tener al niño?
Cuando dio a luz, tres semanas antes, volvió a invitar ella:
—Puedo caminar ya, Sebastián…
—No te apurés, lloverá, el viento de hoy es bueno —le susurraba todavía su esperanza. Después fue la mordedura de la culebra. Hasta se alegró porque así no podría avanzar gran trecho, tantos inconvenientes debían ser anuncio divino.
Pero ya no se trata de huir, ni de quedarse: se trata de sobrevivir. Del maíz racionado poco les resta: algunas libras de panela para el hijo, unos terrones de sal, un manojo de cebollas. Ni cerdos, ni gallinas, ni plátanos.
Ahora la tierra yace, quemada bajo un cielo de incendio sin humo; la mujer arrulla el hambre del hijo, allí cerca, bajo el alero. Únicamente el perro entibia su desesperación. Pasa la mano por la pelambre gris, y el animal retoza arrimándosele más para lamer su propio agradecimiento.
Sebastián observa el pie, quiere gritar, justificarse:
—Yo no vi la culebra, Carmela, sabés cómo es eso: recorre uno el monte buscando qué cazar, pasa junto a ella, o la pisa, y ¡tras!: clava sus malditos colmillos donde hay carne.
La mujer se estremece al revivir la escena contada tantas veces. El hombre mira su recuerdo, parece mirar su propio temblor, ya calcinado.
—…entonces agarré este machete y la partí en pedazos, así, ¡así!
Levanta la voz como si se dirigiera a un nido de víboras, y clava el acero en la tierra agrietada por el verano.
—Cuando vi dos puntos de sangre en el dedo puse el pie sobre un tronco, alcé el machete, y ¡guape!: dos dedos cayeron a la hojarasca, ¿qué otra cosa podía hacer, Carmela? Si la mordida hubiera sido más arriba, yo mismo me habría botao de un tajo todo el pie… Es mejor que se nos muera una parte a morir del todo, ¿o no? Porque a veces me pregunto si es necesario vivir.
Parecen una gran mentira bajo la vastedad del cielo en fogarada, del sol de cristal hirviente que llamarea en la paja de los ranchos. Ni nubes, ni brisa, ni movimiento en las hojas. El verde del campo se ha hecho amarillo sediento. Por las grietas del patio circulan hormigas, y por la corteza de los palos. Sólo allá, sobre el llano rugoso, puntos oscuros que semejan pavesas de lumbrarada agujerean el firmamento. La mujer renace mirándolos:
—¡Torcazas! —dice. El marido se yergue y en rápido cojear va en busca de su escopeta.
—Podemos comer si vuelan encima o paran en aquellos árboles.
También la mujer se endereza en anhelante expectativa.
Son muchas palomas silvestres y volarán sobre la casa y su marido podrá disparar al aire y matar dos o tres de un tiro, así ocurrió otras veces.
—No fallés, Sebastián. Dios nos las manda…
Con lengua pegajosa tratan de humedecer los labios, fijos sus ojos en las alas oscuras que rayan el reverbero del aire. Pero en bandada se desvían como antes las nubes que presagiaban lluvia. Ellos se quedan mirándolas hasta verlas desaparecer contra el azul de sed irremediable. El silencio arde en la quietud vibrante de la lejanía. Ningún comentario, ni una palabra llena el vacío. El arma se desmadeja, ya prolongación del brazo sin esperanza. Entonces Sebastián llama a su perro:
—Al monte, Gavilán. Tal vez cojamos un conejo.
—¡Cómo vas a andar entre el rastrojo con el pie cortao!
—Hay que hacer algo, mujer.
Se levanta ella, deja en la cama al hijo, vuelve con dos vasijas grandes y un costal, para decir:
—Entonces yo voy por agua. Juan cavó un pozo…
Dista más de dos leguas el rancho de Juan, pero es necesario ir por agua. El marido calla mientras vacía pólvora y municiones en cuernos de res terciados a su cintura; trae dos sombreros de ancha ala, se coloca uno y al echar tranca a la puerta se ahoga el llanto del niño.
—Hasta la tarde, Carmela.
—Hasta la noche, Sebastián.
Y mientras ella sale por el camino polvoriento, menos preciso el cuerpo que su sombra, él se hunde cojeando entre las ramas secas, escopeta al hombro, seguido de Gavilán.
Crujen ramujos y hojas bajo las plantas del perro y del hombre. Un vaho caliente de líquenes en chispa, de musgo sin humedad impregna la quietud bajo los chamizos. Gavilán se ha internado siguiendo rastros. «Puede ser un venao —piensa Sebastián—, pero venaos ya no se encuentran. A lo mejor una tatabra».
El perro ladra hacia el cauce de un arroyo absorbido por el verano. ¿Y si de verdad es un venado que llegó a abrevar donde antes había agua? Pero el ladrido es característico de Gavilán cuando sigue pasos de conejo.
Inconscientemente Sebastián acelera su difícil andar para tener cerca la huella del ladrido. Piensa en el hijo que llora inútilmente aferrado al pezón, piensa en la frase de Carmela:
—No tengo leche, Sebastián…
El monte se hace trocha cruel para su pie que ha empezado a sangrar, a humedecer el chirriar de la hojarasca. Él no hace caso, fija su atención en la posibilidad de una presa con qué prolongar la agonía de su fe, engañar un retazo de su propia amargura.
Ahora oye más cerca el ladrido. Gavilán sabe indicarle la trayectoria de la presa, atraerla hasta su atisbadero. Debe estar exhausto Gavilán: sin beber, sin comer, ilusionado por un hueso, una cazuela de caldo, algunas menudencias.
Un gesto de ternura para su perro suaviza la expresión del hombre. Nunca podría conseguir otro igual. De cachorro lo trajo, cuando vino, entre los primeros, a colonizar esa tierra víctima de veranos sin lluvia. Allí se crio, allí aprendió a rastrear animales de monte y a vigilar sembrados. Ni espantapájaros, ni hondas, ni gañanes podrían igualarlo en su labor de vigilancia. Cuando Sebastián iba al pueblo lejano y dejaba a Gavilán en el rancho, sentíase incompleto sin el tibio acezar, sin el cariñoso gruñir, sin ese ladrido que de pronto se hacía voz gluglutante de niño. Podría jurar que la antevíspera, cuando por la mordedura de la culebra hubo de cercenarse el extremo del pie, Gavilán lloró viendo sobre la hojarasca esos dedos sanguinolentos, y ni el hambre atroz hizo que se los comiera. Quedaron para las hormigas junto a un tronco brotado de muñones y lianas quebradizas.
Ese recuerdo aviva el dolor, pero la cercanía del perro le hace olvidar su herida. Por el cauce abandonado bajan ahora la fuga del conejo y el jadear aullante. Sebastián se incorpora, lista la escopeta para hacer fuego cuando la liebre asome.
—Por aquí debe pasar —se dice apostado tras una peña que domina el trecho—. ¡Si pudiera andar! Se trata de Carmela, de mi hijo. Tenemos hambre.
Más allá se sacuden varias ramas, un arroyo de estremecimiento en las hojas corre paralelo al antiguo cauce. El cañón hacia las ramas nerviosas, el ojo en la mira, contra el hombro la culata… De pronto en dos saltos desvía la liebre su rumbo y empieza a trepar, invisible, por un desfiladero en muralla frente a Sebastián. Detenido en medio camino, el perro aúlla entrecortadamente al ver alejarse su presa. ¡Si sonara el disparo! Unos segundos más, y escapará el conejo. Gana Sebastián la piedra, corre desesperado enredándose bestialmente el pie herido en las raíces de un árbol. Un gemido rabioso se escucha al tiempo que dispara la escopeta, dirigido el cañón hacia la fuga del conejo. Cuatro ojos expectantes, un ademán desolado, y los matorrales allá arriba continúan su estremecimiento hasta aquietarse.
—¡Fallé! —exclama el hombre, y sobre un tronco se desgonza convertido en algo que perdiera sus resortes.
—Gavilán… —llama con esa calma que precede a la muerte. El perro menea su rabo y se le acerca perdonándole el mal tiro.
—No es culpa tuya, Gavilán. Más hambre tenés vos, y luchaste bravamente.
El perro gruñe invitándolo a continuar. Pero el conejo se ha perdido, y lo sabe. Entonces contempla la herida que sangra a través de los trapos deshilachados, y mira en solicitud de permiso.
—Andá, podés lamber.
Gavilán arrima el hocico a la sangre que fluye profusamente. Tal vez crea hacerle bien a Sebastián, sin embargo el sabor de sangre le agrada en este momento. Un ancestro salvaje incita a morder, pero sigue lamiendo con la suavidad que permite su hambre de varios días. Sólo ha comido una yuca que logró desenterrar, y la víbora que mordiera al hombre.
—Bebé mi sangre, Gavilán, de algo ha de servirte. ¿Qué no harías por mí? ¿Qué no harías por Carmela? ¿Qué no harías por el hijo? Sos valiente, yo te conozco, una vez te enfrentaste a un tigre. ¿Recordás cuando lo matamos? El mejor perro de toda la región te llamaban los vecinos. Pa mí eras el mejor del mundo. Ellos no te conocían en forma, Gavilán. Seguí lambiendo la sangre pa tu sed, tu hambre.
Aun la suave lengua lastima la carne viva del pie. Cuando Sebastián se contrae, el perro gruñe dulcemente, avergonzado.
—Estamos solos, Gavilán… —dice mientras limpia su cuchillo en el pantalón—; tal vez confiemos demasiado en la Providencia.
Atrae al perro de modo que suba sus patas delanteras a los muslos. Esa mirada limpia le infunde una tristeza dolorosa. Se le queda viendo con pupilas ausentes, un leve temblor sacude sus nervios ante el convencimiento de que se juega la tranquilidad, su propia conciencia. Y viéndolo lamer la cinta del cuchillo:
—Si no llueve, moriremos: vos, Carmela, el hijo. Ya nadie vendrá a esta tierra, se perderá este paisaje sin los ojos tuyos, los míos, los de Carmela. ¿Qué no harías por el hijo? No me mirés así que me das miedo, Gavilán…
Sólo se escucha un gemido ahogado, y el ruido torpe del cuchillo al hundirse en la garganta del perro. Sangre caliente chorrea de la cabeza desgonzada a las rodillas de Sebastián, de éstas por las piernas al suelo. Sangre para la sed de los dioses. Para el conjuro de nubes y viento. Para la impotencia campesina frente al rigor del verano. Buena sangre de perro bueno.
—¿Qué no harías por nosotros? —solloza el hombre al contemplar el cadáver. Se tercia la escopeta, toma el cuerpo aún tibio como quien carga a un niño moribundo, y cojeando sin evitar los ramujos que raspan su herida se dirige al rancho, la mirada húmeda fija en un punto lejano e invisible.
Acurrucado frente a la olla que hierve, Sebastián rumia un silencio con la figura exacta de su perro.
Nervios. Crepitar de candela. Verano sin ladrido. Soledad. Vapor de agua. Noche. Sangre y cuchillo. Todo se impregna de un aullar neblinoso. La muerte de Gavilán se le echa a un lado, inmóvil en el suelo. Ojos grandes, cafés. Más caída una oreja que otra. Dóciles las patas delanteras para insinuar retozo. Manso el porte en el rancho, genuino el coraje frente a la bestia montaraz. Perro, hermano…
Ni los pasos de su mujer, que regresa hecha fatiga de siglos, sirven para distraerlo.
—Traje agua, Sebastián, y una turega de maíz y medio tarro de café.
Alborozada ante el hervir de la olla de tierra cocida, bota su cansancio:
—¡No me digás que mataste algo! Oí el disparo, pero creí…
—Un animalito flaco del monte…
La voz de Sebastián se quiebra. Las llamas del fogón dibujan sombras en sus prietas facciones.
—¡Gracias a Dios tenemos carne! ¡Ahora si lloviera! —anímase ella aprestándose a desgranar las mazorcas—. ¿Sabés? Por el camino iba rezando: «Señor, que Sebastián encuentre un conejo en el monte». ¿Ves? Ha oído mi oración. También rezaba: «Señor, que caiga lluvia hoy mismo», y hasta repetía lo de las rogativas al Santo en las calles del pueblo: «Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas». Y Juan me dijo:
—Hoy lloverá, vecina, porque está ventiando de los cerros. Pero, ¿qué te pasa? ¿No oís el ventarrón? ¡Asomate al higuerillal!
La mujer se levanta, sale al patio, grita:
—Sebastián, ¡hay viento del cerro en las ramas! ¡Hay remolinos de polvo en los barrancos! Hoy lloverá, ¿por qué no venís? ¡Se llena el cielo de nubes!
—Estoy cansado, Carmela.
—Es cierto. ¡Andando entre chamizas con el pie cortao!, pero alegrate que se acabaron las penas. Gracias, Dios Grandote. ¡Que llueva, que llueva, que llueva! —Y con expresión gozosa deja resbalar el agua por su rostro, echado hacia los nubarrones oscurecidos. Pero cuando el llanto del hijo la reclama, corre alegre a tomarlo en brazos, lo lleva a la cocina y dice mostrando la olla que hierve con fuerza:
—Se acabó el hambre, chiquitín. Todos comeremos: Sebastián, yo, el perro… ¿Dónde está el perro, Sebastián?
El hombre tiembla mientras gime la frase con lentitud de aullido ausente bajo la luna:
—Por allí andará, Carmela.
—Tenemos que darle los mejores huesos cuando vuelva. De no ser por él, el conejo se te habría encuevao, ¿no creés? Le daremos todos los huesos, y un poco de caldo, y un…
—Sí, Carmela. Los huesos son de Gavilán…
Las palabras se humedecen en los ojos, se echan en el suelo como un perro herido.
Guatemala, abril de 1954