-->
El doctor Héctor
Abad Gómez
ha muerto
Su familia invita a
las exequias
que se celebrarán, hoy,
a las 4 pm
en los Campos de Paz
Por Manuel Mejía Vallejo
Así rezará el cartel funerario,
lo leeremos al lado de su cuerpo yacente, él, que siempre mantuvo una actitud
erguida ante la vida, ante la autoridad cuando fue arbitraria, ante una
sociedad indiferente y viciosa por no saber del mal ajeno, ante la injusticia y
la crueldad de un mundo completamente desbordado (Héctor, hermano, estás
definitivamente muerto, y todo en mí se rebela, y todo en mí grita que no puedo
ver tu vida en fuga desde un país que ha perdido el respeto y la memoria.
Vos, mi camarada en tantas
noches buenas, en las noches duras cuando creímos inocentemente que podríamos
salvar a otros y salvarnos. Vos, Héctor, respiración tan junto al hombro, tan
junto a la sangre, tan junto al pulso tranquilo o amargo de los días pero la
literatura se va al diablo cuando miento tu nombre de hombre sano y bueno,
vecino del caído, brazo abierto frente al desamparado, entero frente al
universo y sus cosas Ahora estoy lleno de tus letras, y recupero mi derecho al
llanto, a veces el llanto es necesario junto a la desolación.
Morir es ridículamente fácil,
basta con dejar de respirar, o con olvidarse totalmente de los seres amados.
Debería existir el derecho de escoger la hora de la muerte, o de envejecer
serenamente junto a las tradiciones y costumbres auténticas La muerte ha
caminado siempre cerca de nuestros pasos, y sería cobarde rehuirla cuando ataca
las puertas que deberían guarecernos. Ahora yaces ahí, digno en tu muerte,
cabal, señor, valeroso, tan dueño de tu bondad, tan completo en la ternura y el
dolor y en la suave alegría de un simple cumpleaños, de un bautizo o un
matrimonio, frente al paisaje de árboles altos, en los días azules para el
regocijo.
Te recuerdo cuando en el
Hospital de San Vicente, último año de tus estudios, tratabas de salvar una
pobre mujer mal preñada, un herido de puñal o de vida, un desamparado merecedor
de que los días lo quisieran, o por lo menos de que no lo ignoraran tan
cruelmente. Te recuerdo cuando ibas en tus campañas a vacunar y proteger indios
Guaíbos, katíos, huitotos y sibundoyes, y estabas contento por haber salvado
unas vidas de esos nuestros hermanos del llano y de la selva. Te recuerdo en tu
cátedra de medicina preventiva, en tus charlas sobre la dignidad del hombre y
sus derechos. Te recuerdo cuando algunas noches hablábamos del amor y la piedad
y la ternura y el olvido, frescos los corazones al viento de la patria. Te
recuerdo con Cecilia en los momentos iniciales del amor y en el trajín de la
vida, siempre a tu lado en la buena y en la mala; te recuerdo cuando hablabas
de los hijos con orgullo pausado, y
cuando tus rodillas parecían conservar el peso suave de tus nietos.
Pero en este momento es verdad
una verdad absurda: saber que Héctor Abad Gómez ha muerto, y que con él mueren
algunos de nuestros propios años ¿ quién hablará como él de la paz y la
concordia, quién dirá nuestros deterioros? Era una conciencia moral en este
país cruel y desgarrado. Tal vez decir muerte equivalga a decir resurrección, y
nuestra pequeña bondad creería inocentemente
en la bondad del mundo, como otro de los buenos engaños a que siempre
nos han sometido. Tal vez tendríamos los brazos abiertos contra los fusiles,
contra las bombas, contra el duro ejercicio del poder. Tal vez.
Pero la tristeza - una palabra
desacreditada- no podría decir ni la sombra de tu fuga, así estén húmedos los
ojos y apretado el corazón. El llanto ya no lava nuestras culpas, ni el
remordimiento ajeno devolverá los años del júbilo, cuando hablábamos de la
esperanza y de los buenos días para el amor que irremediablemente debería
llegar.
De pronto te convirtieron en una
ficha más para esta lista negra de los bárbaros y los sombríos y los
depravados, lista donde iban esos nombres
-Pedro Nel Valencia, Leonardo Betancur, Felipe Vélez Herrera- gente
absolutamente irreemplazable y cuyo pecado único era creer en los seres humanos
y tratar de buscarles un camino de libertad y serena confianza en la vida y en
las cosas.
Ahora empezarás a poblar el
recuerdo de quienes te tratamos y conocimos, ahora estás en el territorio
oscuro de la muerte, a donde nuestro reclamo llegará, como otro olvido. Porque
yo sé, Héctor hermano, que dentro de poco borrarán tus hermosos afanes: vivimos
en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos, sus mejores
guías, y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que
nos dan razón de ser y de seguir viviendo. Yo sé que lamentarán la ausencia
tuya, y un llanto de verdad humedecerá los ojos que te vieron y te conocieron.
Después llegará ese tremendo borrón, porque somos tierra fácil para el olvido
de lo que más queremos.
Te has ido definitivamente en un
largo paseo al territorio de los sueños perdidos, donde ya ni las sombras
tendrán su baja estatura. Te nos has ido sin aviso previo, no te lo perdonamos,
no sé hasta qué medida debemos perdonar a los que te asesinaron. Únicamente
estoy convencido de que en mi caserón de Ziruma habrá una flor permanente que
recordará tu voz y tus canciones.
Ahora vendrán esas siempre vanas
promesas de investigación exhaustivas; esas constancias de dolor colectivo que
dejarán nuestras instituciones; esos lamentos más o menos protocolarios, como
quien desganadamente se despide, y las placas conmemorativas, y los dolores
sinceros ¿Dónde el ánimo de protesta verdadera y recuperación? ¿Dónde el doble
de campanas que doblen por nosotros mismos? ¿Dónde los que permanecerán firmes
como él? Porque siempre estuvo de frente y de pie, activo y vigilante, creedor
de nuestro pueblo, sencillo y amoroso, altivo y humilde, dolor él mismo ante el
dolor ajeno, luchador y esperanzado.
Yo sé, es cierto, que lamentarán
tu ausencia, que dirán de tu presencia y tus bondades, que rezarán por tu
descanso, que rescatarán tu nombre y pronunciarán discursos bien intencionados,
pero nadie te resucitará, es un hecho atrozmente irrevocable. Yo sólo sé que
ahora estoy llorando por tu ausencia injusta, Héctor Abad Gómez, por tu fuga
irremediable, por lo que representabas en un mapa indiferente ante su propia
sangre. Porque tu sangre ha manchado la reciente historia de un país que sigue
siendo el nuestro y al que nadie podrá perdonar, así lo llevemos tan cerca del
corazón Cómo nos duele Colombia, vulnerada y entrañable en esta hora de su
via-crucis, que no pasa de ser una herida inmensa.
Hoy tengo temblor de rabia y
angustia, cercano del arma que podría invitar a otra venganza porque estamos
saturados, porque a la vida están convirtiéndola en el peor espanto. Pero sé,
Héctor hermano, que también ese olvido llegará y será como un monstruo que todo
lo arrasa y tampoco de tu nombre tendrán memoria. Yo sé que tu muerte será
ligeramente inútil, y que tu heroísmo se agregará a todas las ausencias. Sé que
los niños seguirán yendo a sus escuelas precarias, y los padres vigilarán los
días del duro pan; sé que los ancianos seguirán añorando una tierra que debió
haber sido la mejor, y sé que los himnos se repetirán en los labios insomnes.
Sé que estamos escribiendo tu nombre en el viento.
Y seguiremos preguntándonos,
como acaba de preguntar Adelaida, mi hija de cinco años: ”¿Por qué mataron al
amigo de mi papá?”. Y la respuesta imposible: -”Hemos tocado fondo, niña
pequeña”. Porque te has ido, amigo noble, y sin tu presencia serán oscuras las
aulas y grises las calles y desamparado el paisaje que tanto querías. Porque a
los campos de paz los han convertido en verdaderos campos de guerra.
Sin embargo sé también que a
pesar de todo algún día la vida ganará y entonces recordaremos -recordarán los
sobrevivientes- que eras un hombre de estatura excepcional, y alguien cantará
una canción, o dirá un silencio en tu homenaje. Tal vez aún esté muy lejos el
día de las semillas y las siembras, y más lejos todavía el buen tiempo de cosechar.
Hoy, simplemente, los que te
quisimos y admiramos venimos a despedirte
con pañuelos en las manos y en
los ojos.