miércoles, abril 21, 2021

EL OPTIMISMO QUEDÓ ATRÁS

Acabo de transcribir este texto perteneciente a un libro publicado por la Universidad Nacional de Colombia cuando le dieron el Doctorado Honoris Causa a mi padre, en 1985.

Lo transcribo con lágrimas en los ojos al ver, 41 años después, su vigencia:


EL OPTIMISMO QUEDÓ ATRÁS

Por: Manuel Mejía Vallejo

Malos comienzos estos de mil novecientos ochenta, el mismo que debía mostrar con esperanza a quienes todavía guardamos capacidad de espera. Como si fueran dirigidos por nosotros, el cielo y tierra se han convertido en enemigos peores. El invierno. Las grandes lluvias. Maremotos y terremotos en vísperas de la gran pavura. También el ánimo se derrumba, tiembla al desatarse fuerzas ocultas que bregan por doblegar al hombre, eterno pedigüeño de los dioses cuando los dioses han perdido su antiguo vigor.

Hace poco el drama de Sincelejo, las corralejas trágicas para trescientos muertos y mil heridos en un regreso, justificado ya, al rito cruel donde el hombre sublima su agresividad: sin la fiesta brava no puede vivir, lo asedian miles y miles de años de caverna y terror, el afán del goce, la aventura que ha de terminar con la muerte. La fiesta. Esa condición humana jamás podrá cambiarse por decreto.

Mal año, definitivamente, aunque tratan de mostrar rostros adustos e invisibles aquellos dioses que echaron a rodar los mundos, aprendices de brujos capaces de mostrar obras inconclusas, escondidos tras de las zarzas que arden en el alma del preguntador. Pero esos dioses aparecen en su caricatura de seres hechos a imagen y semejanza de nosotros, juncos movidos al viento según viejas civilizaciones precolombinas, juguetes de quienes nos hicieron para su ocio de eternidad o sus aburrimientos intemporales. “Somos como sillas en las que os asentáis, y somos como flauta vuestra”.

Miedos oceánicos, temblores de tierra, angustias para la mirada perdida… Y sobre ello la mueca de la guerra en los espacios que habita esta criatura, ignorante de si vale la pena existir donde todo conjura contra su existencia, empezando por ella misma. Hay un afán suicida en sus afanes, tal vez por ser la única sabedora de que morirá contra sus pasos perdidos. El futuro revierte sobre otro pasado borroso, donde aquellos pasos dejaron huella de sangre.

En este reducto donde vivo, a veces siento ganas de gritar. Aunque quieran pintarnos la esperanza, esa esperanza está signada por la conciencia de una derrota, trampas que pone el tiempo a la escasa visión de quienes mandan y abusan de su poder porque siempre el poder trae consigo el abuso, la demostración de que se es fuerte y por lo tanto debe doblegarse todo a su imperio.

El hombre es un ser débil, su complejo de inferioridad lo pone bravucón frente a lo que domina y no domina. Su sentimiento de culpa.

Nos debatimos en peleas parroquianas, el mundo se volvió parroquia llena de todo-lo-puedes con capacidad para crearse monstruos. La enajenación, la insensatez, la locura. Y profetas con otras Tablas de la Ley, que dictan así el mundo caiga al peso de sus botas h?erradas. ¿Qué hacemos los que aún creemos en posibles bondades? Pensar sigue siendo cosa de peligro.

La izquierda, la derecha… mi política ha incursionado al lado del corazón para fabricar una frase cursi, y ofuscan los que ante mis dudas reprochan búsquedas anteriores, quienes jamás se preguntaron porque heredaron la verdad y sabían dónde quedaba la meta. No sé si estoy de regreso, en todo caso aparte de quienes no abrieron los ojos a la verdad nueva de sus desafíos. Ellos sobre aguaron en superficies cómodas y aceptaron sin sufrir lo que algunos querían que creyeran: pelearon sin agonía, sin traspasar una fiebre sufriente y esperanzada.

Decir nombres y sitios sería reiteración, sitios y nombres que cambian a cada paso hasta pregonar el mismo arrastre y la misma caída. Ahora se llama Irán, se llama Afganistán, se llama Cambodia, se llama Vietnam, se llama África y Asia y América y Europa y Oceanía. Se llama el mundo este miedo absoluto de la razón. Se llama Colombia.

Bueno, queda la poesía, diríamos con sonrisa oblicua, ligeramente escéptica: poesía desgarrada, amor de refugio, voz de protesta, fuga o encuentro con lo que trata de impedir el surgimiento de la poesía. Queda la ternura: una ternura devastada porque la infancia que la inspira tampoco sabe dónde caerá. ¿Qué aguarda a estos niños de ojos abiertos a la claridad? Un fusil, y otro como ellos en el sitio a donde apunta la mira. ¿Qué ofrece el mundo de hoy? ¿Qué ofrecemos nosotros a quienes jamás solicitamos permiso para asomarlos a esta cosa injusta? ¿Qué capacidad de tender la mano? ¿Qué respuesta a estas preguntas, qué metas a su afán de no quedarse atrás? Cuando aparto en la frente el pelo de mis hijos, pienso que allí les caerá la bala o que de esa misma frente saldrá el Yo Acuso contra nosotros, irremediablemente culpables.

Duele saber cómo Pablo Mateo, que aún habla a sus juguetes y pregunta alegres preguntas sin contestación, será otro soldado que matará al hermano o sufrirá persecuciones o estará al arbitrio de jefes con poderío. Duele pensar que Maria José, desde sus dos años, caminará un camino que no será el de su bondad y llegará a donde sólo arriman los perseguidos. Duele sabernos tan ajenos a nuestro destino de criaturas sin perdón.

Y tendrán hambre y se refugiarán en cuevas y pelearán una pelea que les manda pelear quienes nacieron peleadores, ajenos al pulso que les va marcando un mundo cruel, donde serán fichas movidas por manos mecánicas hechas para matar y destruir las cosas levantadas por algunos seres que conservaría la historia, si la historia no estuviera al borde de su desaparición.

Quedaría el amor, tal vez, pero también el amor está condicionado al terror o al refugio de fiera perseguida. Nacimos en época ambigua aunque cada época es espejo de sus protagonistas. Seríamos entonces pregoneros y atestiguadores del caos en que nos regodeamos. Hoy el amor tiene fea mirada y se parece a un odio con cierta capacidad de olvido hacia el amor imposible. Hoy el amor es otra conveniencia, afán de posesión frente a un cuerpo tendido, trampa regodeadora que se destroza contra la pared que su mismo afán interpone. La sociedad de consumo, alborotamiento del sexo porque la valla de los tabúes fue derrumbada oportunamente. La traición deliberada, el empuje de goces no merecidos, sufrimiento en el gemido remedador de la muerte.

Quedaría el arte. Un arte chillón de mandaderos, un arte con autolimitaciones que desdice la posibilidad creadora. Un arte de políticos que no lo entienden y lo elogian sólo si coadyuvan, están en su derecho. Pero el artista y el escritor escuchan otros sonidos, ven lo que no puede ver la mirada interesada en ver únicamente lo que le interesa. El artista sigue siendo el desbocado por adelantarse a su época y no tener miedo al riesgo, a la audacia creadora de los que llaman iluminados.

Y la frivolidad. Vivimos un mundo al amaño de ideales que traza nuestra sociedad de consumo. Un mundo de sensualidad desbordada y alcohol, del mejor cigarrillo y el mejor whisky, del mejor vestido de baño y la mejor cerveza. Un mundo donde el niño pide lo que el comerciante le dicta y repite afirmaciones que su impulso da como irrefutables. Un mundo que nos hace pensar cómo nos asiste el derecho de seguir absolutamente solos.

Yo no sé, nunca he sabido ni lo supieron aquellos en quienes creí porque decían en buen idioma pequeñas verdades y pequeñas mentiras, alimento cotidiano con que nos alimentamos quienes somos irrevocablemente pasajeros. “La vida es una enfermedad mortal” predicó alguien en quien creímos cuando uno de nuestros héroes, Uribe Uribe, hombre decente y lleno de inteligencia por todos sus costados, fue sacrificado en las gradas del Capitolio. Quedábamos nosotros, rezagos de una presunta inmortalidad. Sólo ahora entendemos hasta qué punto la inmortalidad padece de cáncer y se irá con todo en arrasamiento sin misericordia.

Estuve en Rusia, y Rusia es un pueblo bueno. Estuve en Cuba, y Cuba es un pueblo bueno con habitantes parecidos a nosotros, que podríamos ser rusos o cubanos. Estuve en Estados Unidos, otro pueblo bueno lleno también de afanes y angustias y goces parecidos a los otros, porque nunca pasaremos de ser cosas respiradoras, absolutamente humanas. Y sin embargo la pelea continúa; oro, petróleo, sexo, tanques, fusiles, cohetes… ¿En qué creer cuando entendemos cómo los ídolos son de mal barro amasado por malos amasadores? En mi pequeño refugio de Ziruma, otro rincón de la tierra donde crecen árboles con permiso del aire; donde el viento quiere defender todavía su vocación de altura; donde yo mismo trato de levantar la mirada agachada por el peso de cada día, de las noticias en periódicos y televisores y chismes radiales; aquí, donde llega el grito de los desamparados, el golpe de los aporreados, el alarido de los sin nadie en derredor, el rastro de la tortura, la imposición de otra fe en quienes aún pensaban que el mundo terminaba con nuesta propia muerte. Pero todo muere, menos la capacidad de renacimiento que guarda la angustia, inherente como la voz o la mirada.

Yo no sé. “Entre los coros estelares / oigo algo mío disonar”. Siempre han disonado en el hombre las voces que lo alejan de su ritmo, si es que tiene ritmo y existen voces para el desamparo.. Se salvarán o se condenarán los que tienen la razón , los invencibles en su trampa de ganadores profesionales. Pero nosotros, ¿a dónde? Se perdió el paraíso definitivamente, sólo una hoja de parra llega a los ojos para ocultar la visión de un más allá de todas las cosas. Fe es creer en lo que no creemos, decía el simple de aldea, ojalá tuviéramos esa mínima fe del que no cree en lo que cree creer. La fe es también arrasamiento, piensan por nosotros y nos imponen otras verdades eternas de donde debemos mamar la verdad que nos nutra cotidianamente.

Quedaría el aislamiento, la ignorancia deliberada de lo que ocurre en un territorio que nunca puede ser ajeno. Pero esa ajenidad es otro estado del alma que pide peores respuestas en un mundo sin contestaciones. ¿Qué rincón resta para nosotros, interrogadores humildes? Un silencio renegador, una cabeza caída hacia el barro de donde provenimos, unos brazos abiertos a la inutilidad de todas las preguntas.

A veces tomo pedazos de arcilla y fabrico muñecos; a veces tomo una navaja y en mis manos cortadas tantas veces, y trato de infundir exclamaciones de amor y juego confundidos donde el el juego y el amor son broma de los dioses que ahora quieren animar un mundo sin ánima, mundo que en sí mismo no pasa de ser el ánima sola, errante en espacios sin viento, sin atmósfera para el respiro, sin aire para el eco desvaído de quien ya no quiere decir nada.

Y encima de todas esas ruinas una inmensa tristeza, frustración de un ser –el humano– que pudo haber hecho amable este vivir y convivir y creer; un ser humano que pudo estar al lado del rugido de la fiera sin que lo enfureciera sus colmillos; que pudo atestiguar el cauce de los ríos y el rumor de los bosques donde se miraban; que pudo decir una palabra de convivencia, amiga de las cosas y las criaturas: que pudo levantar su mano para la despedida o para el acto bautismal como si estrenara un techo menos enemigo. Pero el hombre se hizo enemigo del hombre y enemigo de sus propios alimentos; el hombre no quiso convivir con el árbol y la nube, con el viento y el silbo de los pájaros. El hombre disonó en un ámbito que debió ser su eco y su guarida. El hombre invocó la fuerza oculta de su poderío y exterminó fuerzas menos afanosas, las que dominan un aire más allá de su grito. El hombre se vino abajo, irremediablemente.

Yo estaré tranquilo porque dejaré el viejo vicio de respirar, otra irresponsabilidad del humano. Tampoco lo sé. Tal vez aún quede la palabra limpia, la que sigue diciendo una nueva creación, y bote su disfraz con que quieren cubrirla para decir, sencillamente: Señores mandones del mundo, ¡hijos de la gran puta!

Y buscar otra respiración.


1980



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