miércoles, diciembre 12, 2007

Razón de Ser

Tal vez escribo por un lejano instinto de conservación, por vanidoso temor de esfumarme completamente, de que seres y cosas que atestiguaron mi camino de hombre lleguen a morir en mi propia muerte: la obra sería un rastro que dejo, retazos de historia que viví y que me obligaron a soportar; un deseo ingenuo de cambiarla. En nosotros los latinoamericanos escribir es casi un deber cívico y político en el mejor sentido de estas palabras, cuidando que la protesta supere el libelo y sea literatura con seres humanos al fondo, con situaciones y diálogos y atmósferas capaces de tocar la especie y enaltecerla, así sea para el hundimiento. Habría, también, un instinto de comunicación. Tal vez el mundo y la vida se van narrando solos y nosotros somos sus oyentes, pero es bueno contar eso que pasa en nuestra inmediatez, sería imposible dejar de contar el gran accidente de la vida. Y como ahora los más aterradores sucesos humanos se convierten en frías cifras de computador, el escritor va contra esas cifras si ellas enjaulan o minimizan al hombre. También escribo por un instinto de solidaridad, por intentar ser la voz de quienes no la tienen, por defender una concepción del mundo más generosa, donde muchos seres y objetos queden nombrados sin tono lastimero, con la presencia del ser que nació para ser libre y digno en su responsabilidad. O por un instinto de la defensa, cercano al de conservación: cuando hay víctimas achacables a sistemas y tradiciones, a la orgía del poder y de la indiferencia, es necesario tomar partido sin demagogia y con derecho a la rabia, a la compasión, al amor, a la ternura. Puede intervenir, igualmente, un instinto de la curiosidad, si equivale a investigación creadora: saber qué hay detrás de las fachadas, de tantas máscaras como se inventa el hombre para su engaño, o si máscaras y fachadas conforman su razón de ser. Entonces es labor de escritor desentrañar ese misterio, aprender a distinguir una época del escándalo de esa época, y evitar tantas verdades estrepitosas. “Para vivir hay que escuchar el eco de las cosas” dicen los indios tukano; o según como se mire el fenómeno; también los indios nuestros decían sobre el trueno, humanizándolo: “Verdaderamente me duele sentir cómo lo arrastran por el cielo”. Saber, además, si las palabras alumbran el camino, e inventar un lenguaje en que todos los hombres puedan entenderse. ¿No intervendrá, por otra parte, un instinto de lo mágico, cuando el homo ludens sobrepasa al homo sapiens? De niño, de adolescente, y oyendo a los narradores campesinos, me llamaba la atención cómo las palabras podían formar hechos: es decidor que en varias mitologías el dios de la magia sea el mismo dios del lenguaje. Todas las artes nacieron del juego mágico y la literatura en un principio fue oración e invocación para la nueva sentencia: el hombre es el único animal que sabe que va a morir y tiene conciencia de la injusticia de la muerte; el único animal con la palabra, y la risa y el remordimiento. Un cierto tipo de juego nos planteamos si deseamos descubrir, “Para ver la realidad se necesita mucha imaginación” dice Juan Rulfo: la realidad no es lo que se muestra, la realidad es lo que vive debajo del hecho que estamos mirando, pues las cosas tienden a esconderse, como las personas. Ojalá estas afirmaciones no suenen a simple retórica, a lo mejor todavía ignoro por qué escribo. A veces me anima un regodeo estético, el hallar la poesía en su altura y un idioma justo para mis intenciones, mis ideas o falta de ideas, mi pasión, mi situación en el mundo de antes, de ahora, y en el que amenaza con derrumbarnos. O simplemente escribo porque entiendo mejor los fenómenos al irlos describiendo; por entusiasmo ante la vida en rito de celebración, como si fuera una fiesta donde nos extasiamos y nos desesperamos con todos los sentidos, y algunos más que van inventando los días a quien sabe mirar el viento y el árbol y el agua, el amor y la muerte y la estrella cercana. Pero más allá de esta inútil pregunta, creo que escribo por un acto de soledad. Manuel Mejía Vallejo Ziruma, 1986 -ay, esto me encanta. Cómo me gusta que me guste mi papá.

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